La conspiración del silencio
Los cuerpos también se alienan
Siempre me
he sentido —y ahora me reprocho— una persona bastante descorporalizada,
poco dada al afecto, al contacto, al ejercicio. Pero, sea por
fascinación hacia lo extraño o por curiosidad hacia lo ineludible, en
los últimos años ciertas lecturas e inquietudes me han hecho más
sensible al movimiento corporal, propio y ajeno. Han despertado en mí
una “conciencia uncida a la carne”, como reza el magistral título de los
diarios de Susan Sontag. Un interés que no sólo proyecto sobre la
pantalla cinematográfica, hacia donde se dirigen la mayoría de mis
reflexiones escritas, sino que también detecto en la calle, en el metro,
en los bares, en las casas, cual etólogo, especialmente en lo que
respecta a las experiencias somáticas y afectivas ligadas al movimiento
corporal, y el modo en que su regulación social las condiciona. Por
ejemplo, la relación entre género, movimiento y emoción, cuestión sobre
la que arrojo tres apuntes, y el bosquejo de una conclusión.
Uno: El movimiento y la emoción son dos fenómenos
corporales vinculados. Se abrazan, se acompañan, se alimentan
mutuamente. Para empezar las emociones nos mueven, nos ponen en moción,
como su propio nombre indica. Los cambios corporales y las tendencias
de acción que desencadenan producen determinadas sensaciones
cinestésicas en los sujetos que las padecen. Sensaciones de movimiento
corporal propio, en ocasiones provocadas por una actividad ejecutada,
como apartarnos de algo que nos da asco, sea una comida putrefacta o un
gesto deleznable. En otros casos por la mera potencialidad de acción que
instauran, que experimentamos como una relación dinámica del cuerpo con
el espacio, con su magnitud, sus ritmos, sus fuerzas, su textura, y
nuestra posición, extensión y intención en él.Estas sensaciones resultan especialmente palpables en las emociones que preparan acciones drásticas, como el miedo o la ira, donde la respuesta física implica unos movimientos directamente observables y sensibles. Pero también en emociones con menor urgencia a la acción, donde la experiencia del tono corporal se impone a la de su motricidad. La alegría, por ejemplo, produce una sensación de expansión, elevación y entonación corporal directamente sensible sin necesidad de que el cuerpo que la padece se mueva explícitamente. Algo vibra enérgicamente en el interior del gozoso, lo exhiba o no. Tanto que en ocasiones tendemos a dar rienda suelta a dicho fulgor, ventilándolo en forma de abrazos, saltos y los más rocambolescos bailes. Del mismo modo, la tristeza viene acompañada por una sensación de concentración, decaimiento y languidez corporal difíciles de ocultar, dado el afán de nuestra postura por manifestarla. Pareciera que la gravedad se ha marcado una victoria, y el cuerpo se percibe pesado, empequeñecido, presionado, resultando todo movimiento un esfuerzo desmedido. Vamos, en definitiva: a pesar de que moción y emoción son experiencias distintas, se integran dinámicamente en una forma singular de “ser un cuerpo”.
Tres: El panorama expuesto resulta especialmente revelador a la hora de entender los vínculos entre el habitus corporal, lo somático y lo afectivo. Entre los modos aprendidos de movernos –actuar, circular, estar– y el universo de sensaciones por el que nos movemos. Porque la conducta individual se esculpe en sociedad, cincelada a golpe de normas que disciplinan el cuerpo, de la interacción con una red de comentarios aprobatorios y miradas juiciosas, respuestas cariñosas y gestos amonestadores, expectativas a las que uno se acomoda y modelos a los que se aspira. Un fenómeno que se nos revela especialmente al hacer comparaciones. Por ejemplo, al observar los diferentes modos de estar moldeados por las normas de género, que solicitan que la masculinidad y feminidad se performen desplegando, entre otras cosas, conductas corporales apropiadas a cada género. Conductas que terminan por inscribirse en el cuerpo en forma de hábito, y que, como se viene contando, moldean la propia experiencia somática y afectiva. De la motricidad a la motilidad, de lo voluntario a lo automático. Porque el género se hace y rehace en el quehacer diario.
En esta línea, sociólogas como Raewyn Connell —Gender and Power: Society, the Person and Sexual Politics— e Iris Marion Young —Throwing Like a Girl and other Essays in Feminist Philosophy and Social Theory— han escrito sobre los diferentes modos en que los cuerpos son socialmente invitados a ocupar el espacio en función del género al que se adscriben y son adscritos. A un lado del ring la extensividad corporal masculina, siempre abierta a conquistar el espacio, a tener una presencia física significativa en el mundo, que denote seguridad y poder. Al otro, por defecto, la concentración corporal femenina, de presencia mermada, vacilante, subordinada. Hay actividades donde ciertamente la feminidad parece tener el monopolio de la efusión, como el baile. Hay marcos gestuales que la hacen más permisible, como la sensualidad (¡sexy Sadie, you broke the rules!). Y por supuesto hay muchos otros factores implicados en la modelación de los cuerpos (geográficos, subculturales, personales). Pero cuidado, fémina, con realizar movimientos demasiado amplios, grotescos, extravagantes, es decir, que vagabundeen fuera de los límites del género. Porque la sanción siempre está al acecho.
Un encogimiento femenino performado diariamente, que se evidencia en los gestos más automáticos. Andar con pasos cortos, los brazos pegados y la mirada gacha, contoneando el cuerpo sobre sí mismo (porque el cuerpo propio es el único espacio al alcance de su dominio). Sentarse con las piernas cruzadas y las manos sobre el regazo (conformando un pequeño y dulce ovillo). Que al interactuar las muecas sean parcas, los gestos contenidos y las risas moderadas (cuando el llanto femenino tiene patente de corso). Esperar que las cosas sean acercadas y servidas (en bandeja de plata), en lugar de estirar el brazo y agarrarlas (por los cuernos). En definitiva, reducir el cuerpo y moverse con gracia, palabra que alude tanto al ademán delicado y la presencia encantadora, como al favor divino y una alegría de naturaleza moderada, revelando el estrecho nudo gordiano que ata cierta estética del cuerpo —al que debe aspirar la feminidad— con el mandato divino —léase patriarcal— y el júbilo atenuado—dócil, sometido—. Sólo falta el tiro de gracia.
Una conclusión: Vistas las implicaciones del movimiento sobre la emoción, esas normas sociales que vinculan la feminidad con una corporalidad concentrada resultan uno de los modos en que la violencia de género actúa de forma más escandalosamente silenciosa. Porque no sólo simbolizan el poder social del macho, reforzando las relaciones de dominación y subordinación, sino que lo materializan en cuerpo y mente. Una verdadera conspiración del silencio corporal —otra—, que se traduce en afonía emocional, en un enmudecimiento del júbilo, al contrarrestar la experiencia somática y afectiva que desencadena. Y que resulta especialmente retorcida por la separación entre su causa y su efecto. Porque el efecto es visible, sensible. Pero la causa se desdibuja en esa neblina de pequeños ademanes disciplinarios que han condicionado el cuerpo en el pasado, hasta hacer de su dócil movimiento algo en apariencia natural. Violencia sin golpes ni insultos, sino ejercida por la propia víctima. El imperio contraataca —que diría un amante de ciertas operetas espaciales—. El imperio del machismo, del patriarcado, del padre oscuro, que sigue colonizando cuerpos ajenos que quieren andar por los cielos, despegar, pero se ven fijados al suelo.
Pero no perdamos la esperanza. Esto no va de derrotismo, sino de conciencia. De conciencia uncida a la carne, como advertía al comienzo. Porque las normas que regulan los cuerpos femeninos no están escritas en piedra, sino precisamente en la carne que los conforma. En carne sensible. En carne sensible al cambio, a nuevas formas de moverse en la extravagancia. Y superar gozosamente esta dominación afectiva, esta conspiración del silencio, a golpe de aspaviento.
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